Cuando coleccionaba palabras
El sábado pasado el Diario de Noticias de Navarra me publicó un articulo literario se titula
Cuando coleccionaba palabras:
"Estos días celebramos la Feria del Libro en la Plaza del Castillo, buen momento para recordar cómo la lectura puede acercarnos a imágenes y conceptos fascinantes. Cuando era niño me gustaba coleccionar palabras. Por diversas circunstancias me acompañaban no se sabe muy bien el porqué. Casi siempre nombres propios, eran más sugerentes. Por aquella época me fascinaba la palabra Tanganika, me recordaba a estar en canicas con las indígenas en el lago. Aquel en el que Stanley se empeñaba en encontrar a Livingstone por todo el África negra. I supose.
Con La Estrella del Sur me enamoré de verdad de un personaje. Era un tebeo en el que la trama se desarrollaba junto a las minas de diamantes de Kimberley en Sudáfrica, con avestruces, haciendas con la quietud selvática al fondo y una rubia hierática que me traía loco pensando que era mi mujer ideal.
Por ejemplo, pensar en Antananarivo, capital de Madagascar, era una cosa linda, malgache. Me la imaginaba musical y mestiza. Es curioso cómo fabula uno las regiones, las ciudades, los países del mundo con pocos años de edad, y qué reales y frustantes son cuando años después saltan al CNN Plus pegando tiros de Khalasnikov.
Otra palabra de mi colección era Perleto, así se llamaba un ciclista escalador italiano del equipo Magniflex. El nombre de Perleto me embaucaba y le seguía por las crónicas de las etapas de montaña de los Abruzzos, ya que en los Dolomitas se quedaba en las duras rampas.
Dar es Salaam es la representante de mis palabras favoritas. Fue de las primeras capitales de África que me aprendí en el colegio. Por entonces, situaba Tanzania perfectamente en el mapa político lleno de colorines: era marrón y Kenya entre rojo y rosáceo. Kenya como país no me llamaba la atención, la veía demasiado comercial, muy fácil de caer bien.
Tanzania era más desconocida y su capital nunca se mostraba ni en los documentales ni en las películas de John Ford y Ava Gardner. En cambio, Nairobi, sus land rovers, el fiel criado bantú, si bwuana, los tambores masai y los mau mau salían mucho en las películas del sábado por la tarde.
Etiopía y su capital Addis Abeba también estaban entre mis preferidas. En mi pueblo había uno al que le llamaban el Negus, como a Haile Selasei. Además estaban sus fondistas, por los que he sentido especial predilección: Abebe Bikila, Mamo Wolde, Yifter, Gebresselaisse, Bekele
África, de todos modos, era el continente que más se me resistía con las capitales, sobre todo las del golfo de Guinea. Luego me cambiaron de nombre de algún país y Alto Volta pasó a ser Burkina Faso, y aunque es bonito ya no es lo mismo.
Florencia era una palabra que no me llenaba, era de las comerciales. Se usaba mucho: los Medici, Savonarola, Miguel Ángel, Leonardo, Dante, Stendhal; pero cuando descubrí, una vez que estuve allí, que se escribía Firenze, en seguida me agarró, y cuando subí a Fiesole, a su origen etrusco la adopté para la colección.
La palabra Patagonia me transmitía lo desconocido, lo pionero, la eterna amplitud, las navajas gauchas, las tabernas de Un lugar en el mundo , los ajustes de cuentas, Borges, Chatwin y la soledad.
A los Andes, por el contrario, los cogí manía con Viven y su tragedia. Ahora eso sí, el libro me dejó patidifuso. Todavía me acuerdo de la postura en que me instalaba mientras lo devoraba sentado en el sofá de mi casa, después de comer, antes de ir a clase; cuando Nando Parrado se comió la flor, después de haber estado no sé cuántos días dando cuenta de sus compañeros despiezados.
Los paisajes fríos, helados, con nieve (a lo Jack London) también están en mi colección de palabras y de mitos. Por ejemplo otro de los personajes de esa colección es César Cascabel, un saltimbanqui francés creado por Julio Verne que ante la imposibilidad de regresar desde Sacramento (ahí me enteré que era la capital de California y no Los Ángeles ni San Francisco) vuelve a Francia con su carreta y su familia por los estados de Oregón, Washington, Columbia Británica (ya en Canadá), Alaska (todavía en poder ruso, luego se la venderían a los norteamericanos), estrecho de Bering (esperaron a que se helase para cruzar saltando de Aleutiana en Aleutiana), Siberia, y así hasta llegar a París.
Con Alaska me pasa lo de la Patagonia y el efecto Jack London: aventuras, perros fieles, colmillos blancos, oro, camaradería, hambre... Ese era mi paisaje exótico y no el del Pacífico Sur (también muy londoniano) con el hula hula, los collares, las nativas y los huracanes. Era la Alaska de su terrible río Yukón, las pepitas, Anchorage, y por qué no, de Gregory Peck cazando focas en el Dueño del Mundo y un gordo esquimal lanzando todo el día onomatopeyas para darle gracia a la película. También entonces Alaska era rusa. Luego a los yuppis nos llegaría Doctor en Alaska con su sensual aviadora, el astronauta retirado, el barman de camisa de cuadros, el idealista locutor, la celadora inuit
Cuando coleccionaba palabras:
"Estos días celebramos la Feria del Libro en la Plaza del Castillo, buen momento para recordar cómo la lectura puede acercarnos a imágenes y conceptos fascinantes. Cuando era niño me gustaba coleccionar palabras. Por diversas circunstancias me acompañaban no se sabe muy bien el porqué. Casi siempre nombres propios, eran más sugerentes. Por aquella época me fascinaba la palabra Tanganika, me recordaba a estar en canicas con las indígenas en el lago. Aquel en el que Stanley se empeñaba en encontrar a Livingstone por todo el África negra. I supose.
Con La Estrella del Sur me enamoré de verdad de un personaje. Era un tebeo en el que la trama se desarrollaba junto a las minas de diamantes de Kimberley en Sudáfrica, con avestruces, haciendas con la quietud selvática al fondo y una rubia hierática que me traía loco pensando que era mi mujer ideal.
Por ejemplo, pensar en Antananarivo, capital de Madagascar, era una cosa linda, malgache. Me la imaginaba musical y mestiza. Es curioso cómo fabula uno las regiones, las ciudades, los países del mundo con pocos años de edad, y qué reales y frustantes son cuando años después saltan al CNN Plus pegando tiros de Khalasnikov.
Otra palabra de mi colección era Perleto, así se llamaba un ciclista escalador italiano del equipo Magniflex. El nombre de Perleto me embaucaba y le seguía por las crónicas de las etapas de montaña de los Abruzzos, ya que en los Dolomitas se quedaba en las duras rampas.
Dar es Salaam es la representante de mis palabras favoritas. Fue de las primeras capitales de África que me aprendí en el colegio. Por entonces, situaba Tanzania perfectamente en el mapa político lleno de colorines: era marrón y Kenya entre rojo y rosáceo. Kenya como país no me llamaba la atención, la veía demasiado comercial, muy fácil de caer bien.
Tanzania era más desconocida y su capital nunca se mostraba ni en los documentales ni en las películas de John Ford y Ava Gardner. En cambio, Nairobi, sus land rovers, el fiel criado bantú, si bwuana, los tambores masai y los mau mau salían mucho en las películas del sábado por la tarde.
Etiopía y su capital Addis Abeba también estaban entre mis preferidas. En mi pueblo había uno al que le llamaban el Negus, como a Haile Selasei. Además estaban sus fondistas, por los que he sentido especial predilección: Abebe Bikila, Mamo Wolde, Yifter, Gebresselaisse, Bekele
África, de todos modos, era el continente que más se me resistía con las capitales, sobre todo las del golfo de Guinea. Luego me cambiaron de nombre de algún país y Alto Volta pasó a ser Burkina Faso, y aunque es bonito ya no es lo mismo.
Florencia era una palabra que no me llenaba, era de las comerciales. Se usaba mucho: los Medici, Savonarola, Miguel Ángel, Leonardo, Dante, Stendhal; pero cuando descubrí, una vez que estuve allí, que se escribía Firenze, en seguida me agarró, y cuando subí a Fiesole, a su origen etrusco la adopté para la colección.
La palabra Patagonia me transmitía lo desconocido, lo pionero, la eterna amplitud, las navajas gauchas, las tabernas de Un lugar en el mundo , los ajustes de cuentas, Borges, Chatwin y la soledad.
A los Andes, por el contrario, los cogí manía con Viven y su tragedia. Ahora eso sí, el libro me dejó patidifuso. Todavía me acuerdo de la postura en que me instalaba mientras lo devoraba sentado en el sofá de mi casa, después de comer, antes de ir a clase; cuando Nando Parrado se comió la flor, después de haber estado no sé cuántos días dando cuenta de sus compañeros despiezados.
Los paisajes fríos, helados, con nieve (a lo Jack London) también están en mi colección de palabras y de mitos. Por ejemplo otro de los personajes de esa colección es César Cascabel, un saltimbanqui francés creado por Julio Verne que ante la imposibilidad de regresar desde Sacramento (ahí me enteré que era la capital de California y no Los Ángeles ni San Francisco) vuelve a Francia con su carreta y su familia por los estados de Oregón, Washington, Columbia Británica (ya en Canadá), Alaska (todavía en poder ruso, luego se la venderían a los norteamericanos), estrecho de Bering (esperaron a que se helase para cruzar saltando de Aleutiana en Aleutiana), Siberia, y así hasta llegar a París.
Con Alaska me pasa lo de la Patagonia y el efecto Jack London: aventuras, perros fieles, colmillos blancos, oro, camaradería, hambre... Ese era mi paisaje exótico y no el del Pacífico Sur (también muy londoniano) con el hula hula, los collares, las nativas y los huracanes. Era la Alaska de su terrible río Yukón, las pepitas, Anchorage, y por qué no, de Gregory Peck cazando focas en el Dueño del Mundo y un gordo esquimal lanzando todo el día onomatopeyas para darle gracia a la película. También entonces Alaska era rusa. Luego a los yuppis nos llegaría Doctor en Alaska con su sensual aviadora, el astronauta retirado, el barman de camisa de cuadros, el idealista locutor, la celadora inuit
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